Relato del Socorrista GUSTAVO LASTRA
Al amanecer del 14 de noviembre, el día siguiente a la tragedia, comenzamos con los sobrevuelos y evacuaciones. En uno de esos vuelos, divisé una pequeña cabeza de cabello negro. Después de dejar a los heridos en el punto de atención fuera de Armero, le pedí al piloto que me acercara a esa ubicación. Descendí del helicóptero, me dirigí hacia donde la había visto, y fue entonces cuando encontré a Omayrita. Me presenté y le pregunté su nombre, asegurándole que estaba allí para ayudarla y que la sacaría de ese lugar.
Comencé a calmarla, ya que el agua en la que estaba atrapada tenía mal olor y sus ojos estaban irritados y enrojecidos. Mientras trabajábamos en su rescate, hablamos sobre su familia y su colegio. Le pregunté si tenía algún examen pendiente, y me dijo que faltaba el de matemáticas. Para distraerla un poco, comenzamos a repasar las tablas de multiplicar. También me contó que era muy devota, así que rezamos juntos el Padre Nuestro y el Ave María, además de cantar “Los Pollitos”, “La Cucaracha” y algo de música colombiana. Así fueron pasando las horas, entre conversaciones y canciones. Otros socorristas se unieron en momentos, pero muchos continuaron su camino después de ayudar.
Omayra me contó que, cuando el lodo los arrastró, su papá la sostuvo de los tobillos para mantenerla a flote y que entre sus piernas estaba el cuerpo de su tía. Con otro compañero, confirmamos que, efectivamente, había un cadáver entre sus piernas. Pedimos una motobomba para succionar el agua, pero no teníamos los recursos suficientes, por lo que trabajábamos con lo poco que había. Logramos algunos avances, aunque vimos que tenía heridas en sus piernas debido a la presión del cadáver de su tía y comenzamos a hacerle algunas curaciones.
La mantenía hidratada con sorbos de Pedialyte, y tomaba yo lo que sobraba. En un momento, cuando un helicóptero pasó cerca, Omayra levantó su mano y comenzó a agitarla en señal de despedida, con esa inocencia de los niños. La prensa comenzó a llegar y muchos reporteros la entrevistaron. Nos ofrecieron a nosotros también hablar, pero algunos preferimos guardar silencio.
Unos 40 o 45 minutos después, ocurrió el momento más duro y desgarrador: vi cómo Omayra se desvanecía en mis brazos. No lo podía creer. Fue un momento de desesperación, desconsuelo e impotencia. Cuando creí que habíamos hecho todo lo posible, ella se fue. No existen palabras para describir el dolor de esos momentos; Omayra se me estaba yendo, se me estaba muriendo en mis brazos, y no pude hacer nada más.